Literatura y poesía

   Sopla el viento desde las Cumbres. Se satura la tierra con el agua de lluvia. Corre el agua hacia el pueblo, arrastra todas las impurezas, como el hollín, en las lomillas de los alrededores, pasa por delante de todas las puertas de las casas, se lleva los juguetes olvidados de los chiquillos, cruza la carretera, quiere subir al cementerio. Pero acaba deslizándose, obediente, hacia el Guadamatilla, sucio y rumoroso ahora, teñido con el turbio color de los inviernos.

   En algún lugar la fuente de la Lancha, barro rojo y sencillo de los cántaros, las pilas de granito del lavadero. Y las mocitas que se citan allí con el pretexto de su agua. Si en tu origen la fuente milenaria, habrá un frescor de cal en cada casa y un olor a verdina y a humedad en tus tejados. Si yo niño en tus calles, hubiese querido volar con tu cigüeña, o ascender manejando un zepelín, contemplar desde arriba la torre de ladrillo y de piedra, revisar los anclajes de su nido tan viejo.

   Un pueblo es una tregua en el camino, un gesto inerte, desde lejos, que se dibuja siempre entre el blanco y el gris. Piensa el viajero que en ti no puede hacer historia. Pasa de largo. Y tue, el más pequeño en este valle feliz de la bellota, escuchaste tu nombre y te viste citado en ricos pergaminos, y celebraste fiestas en honor de los condes, ufanos y orgullosos de sentirte arropado por el brillo, el castillo, el escudo y el nombre del noble señorío.

   Quizá no te quede otra cosa en el recuerdo, otra grandeza ni otro monumento, que el nombre de los Zúñiga y los Sotomayor iluminando la pared de tu plaza. Y quizá tus señoires, camino de Gahete, nunca se detuvieran a rezar en tu ermita. Pero en tu cuna siempre la dulzura del agua, la tenaz estructura de la piedra, tu apellido y tu nombre unidos ya por siempre a los grandes señores y al condado.

La brisa despeinaba las banderas. Desde la suave colina se divisaba la serenidad del valle. Una procesión multicolor de autos subía por el polvoriento camino que conduce a la ermita desde el pueblo. Fuente la Lancha, abajo, tendido junto a la armónica ladera, iba llenando de sol el silencios aljibe de sus calles solitarias. Todo el pueblo había subido hacia la ermita, para dar cálida compañía a la Virgencita de Guía, su Madre y Señora. La ermita estrenada, alzada donde se inicia la dehesa, estaba atascada de files. Sonaba lánguidamente el altavoz del templo, y el campo iba inundándose de una mansedumbre azul, de un melodioso fervor que, a pesar del espero murmullo de las gentes, invitaba a la reflexión y al recogimiento.

Rozando el mediodía llegaron las autoridades. Las tres banderas (la andaluza, la española y la europea) se agitaron, rozadas por la brisa del oeste, dándoles la bienvenida. Instantes después de produjo la anhelada inauguración del sagrado recinto. Temblaron voces rocieras dentro del templo y la misa fue discurriendo serenamente. Habían llegado gentes de otros pueblos del Valle: de Hinojosa, de Villanueva del Duque, de Alcaracejos… Los vecinos de Fuente la Lancha se sentían felices y orgullosos de poder disfrutar su ermita nueva. En sus ojos se adivinaba la placidez y la alegría. Las gentes de Fuente la Lancha son gentes humildes y acogedoras, gentes que entregan su cálida hospitalidad a todo aquel que acude a visitar su pueblo. Raza sobria y sencilla, trabajadora, atada al dorado rumor de su terruño.

Terminada la función religiosa, muchas familias, aprovechando la bonanza del día, se dispusieron a merendar, tomando asiento bajo la acogedora sombra del encinar que se espesa hacia el sureste. La corporación municipal obsequió con un selecto ágape a invitados y autoridades venidos desde fuera. en el ambiente se mezclaban aromas y sonidos, música rociera, brisa celeste y palmas. Mientras tanto, la ermita, blanca y dulce, como una novia de suave piedra y cal, recortaba su silueta en el azul sin límite del cielo. La alegría inundaba la dehesa.

Tendido hacia el poniente, como un pájaro violeta, adormecido, agridulce y feliz, al mismo tiempo, Fuente la Lancha perfila el horizonte, recortándolo con el anaranjado aliento de sus tejados. Del silente corazón de sus callejas sigue brotando aún el herrumbroso aroma de lo antiguo: bardales atravesados por la melancolía y el silencio. Así es mi tierra: casas azules derramándose en la luz y agricultores deambulando en el poniente. Fuente la Lancha, pueblo cercano al mío, forma parte del paisaje de mi alma; es como un triste y silencioso mirlo blanco que, hace ya muchos años, anidó furtivamente en mis pupilas.

Recuerdo aquella imagen, desvaída en infantil, de sus calles primaverales crujiendo bajo mis breves pisadas de niño, su cálida y romántica feria, como de fresa y cartón, que parecía extraída de algún cuento de hadas. es verdad, para mi Fuente la Lancha guarda un perfume mágico y cristalino, atractivo e incontaminado. Es un pueblo pequeño y muy profundo, lleno de magia y leyenda, que inspira amor y poesía. Ningún otro pueblo del Valle supo cautivarme con él (aunque los quiera a todos), pues tan sólo en sus callejas luminosas pude experimentar esa suave atracción literaria que te lleva a grabar unos deshilvanados versos en la memoria para después escribirlos.

Fuente la Lancha, leyenda y brisa, calles de sol y herrumbre, corazón de horizonte, mirada de humo y silencio. Cuánto me has inspirado, pueblo de la melancolía, huella ceremoniosa de mi mirada. Hablaría de tus hombres de lluvia, de tus mujeres silenciosa y enlutadas, de tus bellas adolescentes caminando bajo la suave luz de tu feria de mayo… Mas sé que no es precios. Sólo quiero agradecer la serena inspiración que un día me diste, la humilde mansedumbre de tus gentes, el silvestre dolor de tu perfil que, desde niño, llevo calvado en mi mirada. Quiero pedirte un favor: sigue clavada ahí, en tu mágico rincón, derramada sobre la esmeralda colina, recortando tu perfil de mujer triste sobre el horizonte infinito y violeta de mi valle.

Cuando el sol se muere
sobre los rastrojos,
a lomos del viento
viene Juan Palomo.

Por los caminillos
de plata y de polvo,
cruzando a galope
los cerros de oro.
al atardecer
viene Juan Palomo.
Y en Fuente la Lancha,
cuando el sol se ha roto,
sobre el campanario
la luna es de plomo.

Tiemblan las ventanas
y en la noche hay hondos
suspiros de estrellas
y árboles sin ojos.
Niña abre la puerta
que ya Juan Palomo
ha entrado en el pueblo
galopando solo.
Y en Fuente la Lancha
la luna se ha roto
sobre el campanario
como un pez de plomo.

Derramado sobre una pálida y suavísima colina, arropado por la suave tonalidad de un cielo estival y puro, Fuente la Lancha, visto desde la ermita de la Dehesa, se asemeja a un melodioso rebaño de tejadillos ocres pastando sobre el silencio del crepúsculo. EL campanario de la iglesia se eleva limpio sobre la armónica mansedumbre de las casas. A un lado y otro del pueblo, brotan caminos, huertecillos silenciosos, que se conjugan serenamente con bardales de adobe y paredes blancas, con modernos edificios recién alzados.

De este a oeste, como una serpiente infinita y gris, la carretera cruza el pueblo por un costado. Hacia el norte, en dirección a Villaralto, surge, asimismo, un tímido carreterín, escoltado de vaquerías, huertos y olivillos, de cercados familiares y alambradas.

Es un paisaje agrícola y rural, cargado de luz, de mansedumbre, de poesía y de belleza; es un lugar privilegiado y armonioso: un rincón para quedarse a vivir eternamente. No hay otro pueblo como Fuente la Lancha, tan cargado de azul y de silencio, de suave hechizo; pueblo varado en una mágica colina, en el lugar más sugerente de Los Pedroches. Calles limpias y húmedas de luna, recogidas y amables como damas silenciosas que agradecen la visita del viajero, acogiéndole cálidamente, conduciéndole a una paz serena y blanca.

Caminillos de oro que se cruzan amablemente en las orillas del núcleo urbano, huertos dulces, perfumados de hierbabuena y de árboles frutales y de albahaca. Asciende el humo de las blancas chimeneas para fundirse con el cielo del poniente, rosado, cuajado de cenizas. Va adormeciéndose la luz sobre los tejados. A lo lejos, en la vaga lejanía donde los cerros azules se desvanecen, se hace violáceo el paisaje, se llena de rosas el horizonte, a la vez que el corazón del encinar se rompe en una llanura de pastos viejos, de cercados labrados en oro y ceniza.

A esa hora misteriosa de la tarde en que la noche viene avanzando sobre las sierras, sobre los puentes y las alamedas, Fuente la Lancha bebe luz del universo, y sus tejados, ya coronados de silencio y de penumbra, van adornándose de lánguidas estrellas.